Ya oscureció. Todos han vuelto al refugio de estos días en
Jerusalén. Ahí se habían alojado desde que entraron con el Maestro en la
capital sagrada, para celebrar juntos la comida pascual. Eran bastantes, pero
estaban acostumbrados a acomodarse en el espacio que tuvieran. Tantas veces
durante el tiempo de misión se habían instalado en minúsculos ranchos o habían
dormido a la intemperie, que esta austera estancia de varios ambientes, facilitada
por los contactos que Nicodemo tenía en la región, les parecía un palacio.
Esa noche algunos dormían en las
habitaciones, otros se acomodaron con sus mantos en el patio o en la sala. Se
sentía el vacío de quienes ya habían partido indignados, confundido o
angustiados -pero partido al fin.
Cuando llegaron Juan y Magdalena
con María ya no quedaba ninguno despierto. Cuidaron cada movimiento para no
hacer ruido; tampoco tenían muchas ganas, ni energía, para hacer otra cosa que
caer rendidos buscando algo de reposo. A pesar de todo, en sus lechos, Juan da
vueltas, confundido, atormentado. Magdalena, desconsolada se ahoga en sus
propias lágrimas.
Todos acostados, salvo María, la madre.
Sentada contra una ventana mira el cielo. Contempla, intrigada, la luna llena
que cada pascua los acompaña. Estaba triste, sí. Agotada, también. La memoria de
las últimas horas la lastima, aunque se entremezcla con el recuerdo custodiado
de tantas historias que acercan la mirada viva y amorosa de su Hijo. Ve los
ojos grandes del niño naciendo Belén, encuentra sorprendida sus ojos fuertes
sobre el asno que los llevaba a Egipto, y al regresar, después, sus ojos admirados
en la aldea de Nazaret. Así avanzan las horas, hasta que sin darse cuenta,
queda dormida, allí, sobre la ventana. La despierta, poco después, el sol del
sábado. Pero nadie parece querer levantarse.
Ese día, muchos se esconden bajo
los mantos o andan vagando, desorientados, de un lado a otro. Es día de
precepto y encuentran la excusa perfecta para darle cauce a su depresión,
abogándose en que la Ley les prohíbe moverse. De vez en cuando alguno muerde algo
de las sobras pascuales, aunque la amargura se siente hasta en esos alimentos
que anteriormente coronaban el banquete. Otros todavía no recuperan ni el
hambre.
Magdalena todavía llora mientras prepara
sus perfumes. Juan busca excusas para salir de ahí, aunque a los metros siente
el pánico de la desprotección y regresa. María todavía está cansada y triste,
pero su andar, misteriosamente, desprende serenidad y calma. Así cae el día y
vuelve la oscuridad, cada uno en su lecho, salvo la Madre. Sentada junto a la
ventana bajo la luz de la luna se sumerge en su memoria: el entusiasmo de Jesús
cuando dejaba la casa para partir al Jordán; los nervios al escuchar su nombre
en labios de sus vecinos, o de peregrinos; su confianza y apoyo, desde lejos, y
las risas y sonrisas de tantas vidas rescatadas y transformadas.
-“Alégrate…”, resuena en su
corazón. “Alégrate, llena de gracia, alégrate…”.
Es una voz nueva. Nadie antes
había repetido esas palabras; nadie desde aquel primer anuncio, cuando todo
comenzó. Allí permanece, mirando el cielo estrellado que la cubre a través de la
ventana.
-“Alégrate, llena de gracia,
alégrate…”.
La voz es inconfundible, aunque
no logra convencerse. ¿De dónde? Y sigue resonando, suave y sostenida: “Alégrate,
llena de gracia, alégrate…”. Abre las manos, sin entender pero queriendo
recibir. Abre las manos como aquel primer día; manos de confianza, manos de
disponibilidad.
-“¡No temas! Felices los pobres…,
felices los manos… felices los que trabajan por la paz, porque de ellos es el
Reino.” Sus palabras se mezclan con las memorias de María y todo empieza a encontrar
sentido. “¡Feliz de ti por haber creído! Me voy, pero volveré… Yo soy la vida y
hago nuevas todas las cosas”.
Un perfume… el de la sepultura. El
nardo la envuelve. La mirada del Hijo, sus ojos, inconfundibles, claros,
tiernos, la atraviesan. Su rostro, nuevo, cálido, le besan la frente. Sus manos,
todavía marcadas, acarician su mejilla surcada por la edad -y por la entrega. “¡Alégrate,
íma, alégrate!”. María llora, llora de alegría, llora de esperanza. Sólo
su niño la llamaba así -íma- como sólo un hijo judío puede nombrar a su “mamá”,
en cariñoso arameo. Las lágrimas caen dóciles y calmas, lágrimas de paz, lágrimas
de consuelo, lágrimas que disponibilidad. Es que tampoco ahora sabe qué hacer,
como no lo sabía treinta años atrás. Sobrepasada pero confiada, acá está,
disponible. Entonces, sobre sus palmas abiertas parece extenderse una sábana
clara, enrollada y perfumada.
–“Hágase…”.
Pasó el tiempo, Dios sabe cuánto.
Avanzó la noche, aunque todavía está oscuro. María intuye qué hacer. Sigilosamente
se acerca al lecho de Magdalena.
–“Hija…”. Intenta despertarla sin
asustarla. –“Hija… levántate. Es hora.” Magdalena parece no entender. “Hija, el
sepulcro te espera. El sepulcro espera tus perfumes, no tengas miedo.”
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